El primer largometraje de Rodrigo Gudiño (el creador de la mítica revista Rue Morgue) supo atrapar la atención de los espectadores en distintos festivales del mundo, a pesar de no ser un film que sea para todo el fandom del género, y mucho menos para los que busquen una cuota decente de Gore o los típicos Jumpscares que abundan mayormente en las producciones americanas. Aquí encontramos otro tipo de terror: uno reflexivo, que nos lleva a plantearnos la idea de la mortalidad y del más allá. Después de la muerte de Rosalind Leigh, su hijo (un anticuario que ha renegado de ella años atrás), entre la pena y la resignación por un pasado que iremos averiguando, ha decidido hacer un inventario de todas las cosas que hay en la propiedad, y venderla. La voz en off de la mujer va confesando lo que fue su vida, su forma de entender el mundo espiritual y una advertencia que pocos tienen el valor de pronunciar: la fe es una cosa frágil. Nos encontramos en el interior de su casa, una construcción victoriana, perfecta para esta historia con ecos de minimalismo, pero no por ello carente de profundidad. La casa es la verdadera protagonista aquí, no solo porque uno se pierde en el diseño barroco que tiene —cada objeto parece querer contarnos un suceso—, sino también porque será la causante de todos los acontecimientos y premoniciones que se presentan rodeados en una atmósfera ocultista. Hay metáforas en la mayor parte del metraje, objetos que toman una relevancia absoluta para comprender el universo que nos plantea Rodrigo Gudiño (las promesas a través de los utensilios o del grifo de la cocina, la filmación que clama por penitenciaa un Dios furioso o el ángel que guarda un secreto en su interior). Un viaje que nos lleva entre la realidad y las secuencias oníricas, donde nuestras creencias son frágiles. Y, si algo se rompe, jamás vuelve a ser lo mismo porque, por más que uno junte todas las piezas, siempre existirán aquellascicatrices que nos recuerden que hemos dejado nuestra fe a la deriva.