The Iron Man, de Shinya Tsukamoto

Hablar de esta película me trae recuerdos de cuando alquilaba lo más extraño que pudiese encontrar. Allí estaban los primeros films de Peter Jackson o del querido The Toxic Avenger. Pero más allá de eso, el videoclub no poseía otras producciones “extrañas”. Después de todo, tan solo era un local de barrio. Todo cambió el día en que el dueño compró un lote de VHS traídos de España. Gracias a esto, pude conocer el film del que hoy me toca hablar: Tetsuo. Tsukamoto nos invita a una pesadilla que no deja a nadie indiferente. Tomando influencias tanto del surrealismo como del expresionismo alemán, nos cuenta la historia de un fetichista del metal (el propio Tsukamoto, quien acostumbra a actuar en la mayoría de sus películas, además de encargarse de todos los roles posibles en el desarrollo de estas) quien, después de ocasionarse una herida profunda, huye lleno de espanto para tan solo encontrar la tragedia y la posterior metamorfosis cuando es atropellado por nuestro protagonista: el típico japonés de saco y corbata que trabaja en una oficina. Este también correrá una suerte similar cuando su cuerpo se rebele contra su naturaleza y lo vaya convirtiendo en una criatura de metal. Así comienza esta travesía de casi 70 minutos al ritmo de una música frenética, con secuencias brutales en stop motion, vistas contra picada, de una ciudad prácticamente desolada: Cyberpunk en estado puro. Esto reflejará una distopía de un mundo que pronto llegará para consumirnos, deseos sexuales reprimidos y el modernismo que trae la promesa de un apocalipsis de carne y hierro.

Tsukamoto nos presenta un Tokyo en blanco y negro, arraigado en la soledad, con ruinas exuberantes y con máquinas que no paran de echar humo. Sé que, al primer contacto con el espectador, puede llegar a ser un tanto confuso o, pensándolo bien, del todo desconcertante. Pero no por ello se pierde el interés. Y es que uno de sus mayores aciertos recaen en ello: dejar que el espectador junte las piezas para entender de qué va en realidad lo que estamos viendo.

Al igual que un artesano, Tsukamoto elabora cada una de las escenas, cada puesta de cámara —de las más furiosas que he visto en un film— y cada una de las acciones de manera meticulosa. Aquí nada es azaroso.

La tecnología, ese monstruo que devora al tradicionalismo, constituye un viaje de ida, un recorrido repleto de sangre y aceite, visceral para los ojos humanos que se animen a descubrir a uno de los realizadores más personales que nos ha regalado el País del Sol Naciente.