A meia-noite levarei sua alma, de José Mojica Marins

El 19 de febrero de 2020, el padre del terror brasileño partió al más allá. Dejó un legado importante, tanto en su país natal como en el extranjero, gracias a su personaje: Zé do Caixão, un sepulturero sádico que anhela encontrar a la mujer perfecta para engendrar un hijo, y así prolongar su linaje. A meia-noite levarei su alma fue el primer film sobre esta figura, que sorprendió por su crudeza plagada de torturas, asesinatos y blasfemias (y, por supuesto, por las famosas escenas con tarántulas).

Desde la difusión de esta película, se ha intentado etiquetar el cine de Marins; incluso, más adelante, llegaría a compararse con el de Luis Buñuel y con el de Alejandro Jodorowsky. Pero lo cierto es que estamos ante un director —a mi entender— único en su tiempo y estilo. Fue un artista que tuvo que luchar con dos grandes problemas desde el comienzo de su carrera: la falta de presupuesto y la censura. Esta última se debió a la temática de sus producciones, donde abundan el maltrato físico y el odio hacia la figura deDios (toda una exposición de nihilismo en una época en que el país no estaba preparado para semejante demostración de libertinaje). Aunque tampoco ayudó, por supuesto, el no contar con recursos. Hay muchos mitos sobre la financiación de la película. Por ejemplo, se cuenta que, en una ocasión, Marins amenazó con un arma a su equipo técnico para que siguieran filmando (las versiones varían entre que este no tenía dinero para pagarles y que el equipo no quería hacerlo debido a la falta de luz del día); que tuvo que vender todas sus posesiones para poder financiar la película (incluidos su coche y su casa). Hasta se asegura que solo conservaba un par de pantalones. También se rumorea acerca del uso de la violencia en las filmaciones. Por ejemplo, que las escenas de tortura no eran fingidas, sino todo lo contrario: eran verdaderas. Más allá de todo esto, lo más atractivo del film es que la historia se cuenta desde el punto de vista del villano, su forma de pensar y de actuar —con una crueldad que lleva a una horrenda muerte de quien osa contradecirlo—. Se llega a un clímax, donde podemos ver que la ira avanza contra el sepulturero, ya que deberá pagar un precio alto por sus actos.

Así fue el origen de un personaje que ha fascinado tanto en Brasil como en el extranjero. En Estados Unidos, es conocido como Coffin Joe, admirado por directores como Tim Burton o como Rob Zombie. Un símbolo de maldad y de hedonismo que, en cada una de las partes de la trilogía —sus otras dos son Esta Noite Encarnarei no Teu Cadáver (en 1967) y Encarnação do Demônio (en 2008)— continuó en la búsqueda de extender su legado, despreciando a los que se sometían a la debilidad de las masas y a creencias religiosas.

Hay algo en su cine que hasta el día de hoy llama la atención: la personalidad, que atrapa; esa forma de contarnos historias que pone en juicio los valores y moral humanos, de hacernos adentrarnos tanto en este personaje del que, a pesar de saber que es infame, uno siempre espera que se salga con la suya. La vida es el principio de la muerte, y la muerte es el final de la vida. La existencia es la continuidad de la sangre, y la sangre es la razón de la existencia. Y, por si el diablo lee estas palabras, Zé do Caixão quiere invitarlo a cenar.

Darkness, de Leif Jonker

A comienzos de la década de los noventa, surgieron directores —jóvenes entusiastas del género— que decidieron realizar sus películas de la manera más independiente posible. Y con ello me refiero a no contar con la ayuda de ninguna productora. Un adolescente de Kansas, llamado Leif Jonker, fue uno de estos, y Darkness, su opera prima.

Rodada en super-8, la historia nos presenta un grupo de vampiros que atacan a un pueblo. Los sobrevivientes se armarán con todo lo que encuentren para una batalla, que culmina con lo que quizá sea la escena más sangrienta jamás realizada en un film sobre vampiros. Si bien es una producción hecha por aficionados (para los que quieran saber más, les recomiendo buscar las entrevistas que hay en YouTube a su director, donde cuenta muchas anécdotas sobre el rodaje: problemas con vecinos, con la policía, e incluso actividades ilegales que hicieron para terminar de realizarla), el entusiasmo y el cariño que pusieron en Darkness hace que los errores técnicos pasen a un segundo plano. El espectador —si entiende de qué va este tipo de cine— termina contagiándose de la actitud positiva, y es que creo que de eso se trató: un grupo de amigos que hacen la película que querían ver. Un proyecto que demoró varios años en terminarse debido a la falta de presupuesto y de recursos, pero que supo ganarse un lugar entre los cinéfilos que buscaban, en cada nicho, películas fuera de los estándares convencionales.

Por algún motivo, Leif Jonker no volvió a dirigir otra película. Si bien no está alejado por completo de la escena (ya que suele presentar Darkness en festivales), hasta el momento no ha dado indicios de estar trabajando en el mundo cinematográfico.

Si eres un fan de la sangre (¡cuantos más litros, mejor!), probablemente, después de verla, quieras salir junto a tus colegas a filmar alguna versión casera del apocalipsis vampírico, cuando el amanecer no revele su luz en el horizonte, cuando se escuchen las criaturas de la noche… ¡Qué encantadora melodía componen!

The Last Will and Testament of Rosalind Leigh, de Rodrigo Gudiño

El primer largometraje de Rodrigo Gudiño (el creador de la mítica revista Rue Morgue) supo atrapar la atención de los espectadores en distintos festivales del mundo, a pesar de no ser un film que sea para todo el fandom del género, y mucho menos para los que busquen una cuota decente de Gore o los típicos Jumpscares que abundan mayormente en las producciones americanas. Aquí encontramos otro tipo de terror: uno reflexivo, que nos lleva a plantearnos la idea de la mortalidad y del más allá. Después de la muerte de Rosalind Leigh, su hijo (un anticuario que ha renegado de ella años atrás), entre la pena y la resignación por un pasado que iremos averiguando, ha decidido hacer un inventario de todas las cosas que hay en la propiedad, y venderla. La voz en off de la mujer va confesando lo que fue su vida, su forma de entender el mundo espiritual y una advertencia que pocos tienen el valor de pronunciar: la fe es una cosa frágil. Nos encontramos en el interior de su casa, una construcción victoriana, perfecta para esta historia con ecos de minimalismo, pero no por ello carente de profundidad. La casa es la verdadera protagonista aquí, no solo porque uno se pierde en el diseño barroco que tiene —cada objeto parece querer contarnos un suceso—, sino también porque será la causante de todos los acontecimientos y premoniciones que se presentan rodeados en una atmósfera ocultista. Hay metáforas en la mayor parte del metraje, objetos que toman una relevancia absoluta para comprender el universo que nos plantea Rodrigo Gudiño (las promesas a través de los utensilios o del grifo de la cocina, la filmación que clama por penitenciaa un Dios furioso o el ángel que guarda un secreto en su interior). Un viaje que nos lleva entre la realidad y las secuencias oníricas, donde nuestras creencias son frágiles. Y, si algo se rompe, jamás vuelve a ser lo mismo porque, por más que uno junte todas las piezas, siempre existirán aquellascicatrices que nos recuerden que hemos dejado nuestra fe a la deriva.

The Iron Man, de Shinya Tsukamoto

Hablar de esta película me trae recuerdos de cuando alquilaba lo más extraño que pudiese encontrar. Allí estaban los primeros films de Peter Jackson o del querido The Toxic Avenger. Pero más allá de eso, el videoclub no poseía otras producciones “extrañas”. Después de todo, tan solo era un local de barrio. Todo cambió el día en que el dueño compró un lote de VHS traídos de España. Gracias a esto, pude conocer el film del que hoy me toca hablar: Tetsuo. Tsukamoto nos invita a una pesadilla que no deja a nadie indiferente. Tomando influencias tanto del surrealismo como del expresionismo alemán, nos cuenta la historia de un fetichista del metal (el propio Tsukamoto, quien acostumbra a actuar en la mayoría de sus películas, además de encargarse de todos los roles posibles en el desarrollo de estas) quien, después de ocasionarse una herida profunda, huye lleno de espanto para tan solo encontrar la tragedia y la posterior metamorfosis cuando es atropellado por nuestro protagonista: el típico japonés de saco y corbata que trabaja en una oficina. Este también correrá una suerte similar cuando su cuerpo se rebele contra su naturaleza y lo vaya convirtiendo en una criatura de metal. Así comienza esta travesía de casi 70 minutos al ritmo de una música frenética, con secuencias brutales en stop motion, vistas contra picada, de una ciudad prácticamente desolada: Cyberpunk en estado puro. Esto reflejará una distopía de un mundo que pronto llegará para consumirnos, deseos sexuales reprimidos y el modernismo que trae la promesa de un apocalipsis de carne y hierro.

Tsukamoto nos presenta un Tokyo en blanco y negro, arraigado en la soledad, con ruinas exuberantes y con máquinas que no paran de echar humo. Sé que, al primer contacto con el espectador, puede llegar a ser un tanto confuso o, pensándolo bien, del todo desconcertante. Pero no por ello se pierde el interés. Y es que uno de sus mayores aciertos recaen en ello: dejar que el espectador junte las piezas para entender de qué va en realidad lo que estamos viendo.

Al igual que un artesano, Tsukamoto elabora cada una de las escenas, cada puesta de cámara —de las más furiosas que he visto en un film— y cada una de las acciones de manera meticulosa. Aquí nada es azaroso.

La tecnología, ese monstruo que devora al tradicionalismo, constituye un viaje de ida, un recorrido repleto de sangre y aceite, visceral para los ojos humanos que se animen a descubrir a uno de los realizadores más personales que nos ha regalado el País del Sol Naciente.